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11/2/07

La vulgaridad es bella


La historia de David Lachapelle (Fairfield, Connecticut, 1969) enlaza la excepcionalidad de Andy Warhol con el presente desbordado y colorista de la moda y la creación artística. En un mundo que ha perdido en poco tiempo a figuras de la talla de Herb Ritts y Helmut Newton, las suyas son las imágenes de uno de los grandes del surrealismo, un fotógrafo llamado a definir lo iconografía de la primeras décadas del nuevo milenio.

A sus fotografían hay que añadir un singular trabajo en el mundo de la publicidad y, sobre todo, Rize, una experiencia imprescindible en el mundo de los documentales. Si todavía no lo conoces, no dejes de visitar su página web. Y lee el reportaje que sobre él publicó recientemente El País bajo la firma de Eugenia de la Torriente:

Es el maestro de la fantasía, la imaginación, el erotismo y el surrealismo. Tras 20 años fotografiando a las grandes estrellas en situaciones imposibles edita un libro gigantesco que recopila lo mejor de toda su carrera y además se estrena como realizador de largometrajes.

Cuando Andy Warhol murió, las cosas se torcieron para David LaChapelle. Era 1987 y los nuevos editores de la revista Interview, en la que el chico de Connecticut que Warhol conoció en una fiesta había aprendido a hacer fotos, le echaron. Él dedicó dos años a trabajar los negativos de color hasta conseguir un vibrante espectro cromático que se convertiría en una de sus señas de identidad. Cuando volvió al negocio nadie quería ver su book. “La gente decía: ‘Está acabado’, ‘Ya no tiene 19 años”, recordaba LaChapelle en una entrevista concedida en 1996.

Hoy, 10 años después de esa entrevista y a casi 20 de su despido, pasados ya los 40, LaChapelle tiene una prueba más que evidente de cuánto se equivocaron los que le enterraron a los 25. Más de una, en realidad: 2.500, para ser exactos. Cada una viene en una caja de 35 por 50 centímetros y tiene 698 páginas y una firma suya. Cada una cuesta 1.500 euros. Cada una es un libro, Artists & prostitutes, edición limitada publicada por Taschen que recoge los mejores trabajos de su carrera entre 1985 y 2005. Una categoría que, tratándose de LaChapelle, significa las imágenes más circenses y provocativas que su imaginación ha ideado. Y que personajes tan mediáticos como Eminem, Madonna, Drew Barrymore o David Beckham se han prestado a interpretar.

“Mis fotografías son escapistas. Para mí la fotografía es fantasía”, afirmaba en 2001 LaChapelle en American Photo. Estrellas del porno, rockeros y modelos situados en un escenario artificial y artificioso que abraza con pasión los símbolos de la cultura pop y aquella parte de la realidad estadounidense que no encaja en las convenciones del buen gusto: centros comerciales, hamburguesas gigantes, autopistas anónimas. Y todo ello con la menor cantidad de ropa posible, por favor: Eminem, desnudo, sujetando un fálico cartucho de dinamita entre sus muslos; Amanda Lepore, su transexual favorita, esnifando diamantes; la rapera Lil’Kim, también desnuda y sólo cubierta por el logo Monogram de Vuitton, como si ella misma se hubiera convertido en un bolso… Reivindicar la vulgaridad y redimirla como belleza.

Una vocación por lo carnavalesco y lo delirante que le ha reportado una de sus más recurrentes etiquetas. El nuevo surrealista. El Fellini de la fotografía. El heredero del maestro francés Guy Bourdin (una de las pocas influencias confesas, junto a Helmut Newton y Diane Arbus, de un hombre que odia la nostalgia). Tal vez, uno de los primeros en encasillarle en esa categoría fuera uno de sus iniciales valedores. James Truman, directivo de Condé Nast que publicó su trabajo en la revista Details, declaraba a The New York Times en 1994: “El suyo es un surrealismo muy contemporáneo. Una especie de mezcla del dadaísmo, la diversión de los años cincuenta, el mal gusto de los setenta y la cibercultura de los noventa”. Una suma de referencias que desde entonces ha permanecido como la ecuación favorita para definir a David LaChapelle.

Entre estos elementos, uno a tener especialmente en cuenta. El lúdico. Para un hombre cuyo mayor éxito es que alguien arranque una fotografía suya de una revista y la pegue en la nevera –“ésos son hoy los museos”–, reírse de casi todo es lo importante. Diversión era lo que buscaba su teatral y aburrida madre cuando vestía a su hijo pequeño con alas de papel y le retrataba como un ángel. O cuando disfrazaba a sus tres vástagos con complicados atuendos y les hacía posar frente a mansiones de extraños. “Mi madre construía su realidad a través de esas fotos. Tal vez de ahí saqué la idea de fabricar fantasías en imágenes”, reflexionaba en 1999 en la revista i-D. Aunque no todo en la infancia de LaChapelle fueron juegos y risas. A los 15 años, el instituto de Farmington podía ser un lugar bastante duro. “Fue una época jodida. Básicamente era un marginado. Me interesaba el punk rock y el disco, y sólo iba a clases de arte. La gente me tiraba cosas en la cafetería porque vestía distinto a los demás. Todo el mundo asumía que era gay y me insultaba. Había veces que no lo soportaba”, confesó a The Advocate en 1996. Así que empaquetó sus cosas y dejó su casa para conocer el fascinante espectáculo de Nueva York al inicio de los ochenta.

En el suelo de la más mitificada pista de baile de la época, Studio 54, dice la leyenda que encontró un pendiente que vendió para comprar su primera cámara. Luego descubriría que la joya pertenecía a Paloma Picasso. Cuento o realidad, lo seguro es que, tras un año en Nueva York, el adolescente LaChapelle fue aceptado en la escuela de arte de North Carolina gracias a sus dibujos y pinturas. Y aquél fue el lugar en el que descubrió la fotografía. “Estaba muy interesado en el realismo y en el arte figurativo, así que la fotografía me pareció una forma más eficiente de reflejar la realidad. Nunca volví a dibujar tras coger la cámara”, declaró en 1996. Paradójicamente, el maestro del artificio llegó a la fotografía en busca de veracidad. Pero en un oscuro y triste episodio de su vida, su punto de vista cambió. Radicalmente.

De vuelta en Nueva York, LaChapelle le enseñó sus fotos a Warhol. “Estupendo”, dijo el artista. Y le contrató para su revista. Las cosas empezaban a ir bien cuando, en 1984, su novio desde hacía tres años murió de sida. Al dolor por la pérdida se le unió la incertidumbre sobre su propia salud. Y a las pruebas que despejaron ese miedo concede LaChapelle una notable influencia sobre su estilo. “Esos resultados cambiaron mi vida”, dijo en 1996. “Después de ellos quería volver a reír y tomar un tipo distinto de foto”. Vital, alegre, sexy, provocativa, sin prejuicios, libre y entretenida; simple y llanamente, entretenida. Un mensaje que ha seducido igual a Vogue que a Rolling Stone, lo mismo a Diesel que a L’Oréal. Sueños e imposibles capturados en una imagen altamente manipulada. “Cambio hasta las caras con el ordenador. No hay límite. No hay razón para ello. Nada es, en realidad, puro. Todo lo que haces en fotografía es artificio”.

Pero no todo lo que hace LaChape-lle es fotografía. Con un cortometraje de seis minutos en que satirizaba a Donatella Versace y Giorgio Armani y con un anuncio de 50 segundos para la cadena MTV en el que Madonna y Courtney Love parodiaban a las protagonistas de ¿Quién teme a Baby Jane? descubrió el poder de la imagen en movimiento. Y dada su cercanía con las estrellas de la música, de ahí a los vídeos medió un pequeño paso. Se estrenó en 1997 con un clip para el grupo Dandy Warhols, y dos años después, con su tercera creación (Natural blues, de Moby, en la que Christina Ricci era un ángel, y el músico, un anciano), se alzó con un montón de premios que le encumbraron como el realizador de moda. Elton John, Jennifer López, Christina Aguilera o Norah Jones son sólo algunos de los que han contado con él para convertir su música en sofisticada y alocada película. Pero, ay, LaChapelle necesitaba más.

“He estado trabajando con famosos durante 20 años. Algunos proyectos son gratificantes, pero en otros me he encontrado con una famosilla sin talento a la que voy a hacer un vídeo que no le interesa nada. Había un vacío. Quería hacer algo, pero no sabía qué”, declaraba en 2005. La respuesta la encontró en la calle. En el conflictivo barrio de South Central, en Los Ángeles, donde jóvenes e increíbles bailarines han creado el krumping. “Lo más explosivo que he conocido desde el break dance”. Un movimiento de vertiginosas contorsiones que ha retratado en Rize, su primer documental y largometraje, que en 2005 pasó por los festivales de Sundance y de Tribeca, en Nueva York. Aunque, tratándose de LaChapelle, que nadie espere un documental al uso. “No tenía intención de hacer una película didáctica y política, sino una entretenida que la gente fuera a ver al cine. Los personajes explicando sus historias, sin expertos ni estadísticas”. Esto es espectáculo, por supuesto, y nadie lo sabe mejor que él, que ha hallado la respuesta a su vacío en jóvenes de un barrio deprimido que se convierten en héroes a través del baile, pero sin que eso signifique un abandono de su pulsión por lo brillante, lo decadente y lo glamouroso. Después de todo, éste es el hombre que dijo: “Yo no quiero fama, sólo hacer fotos famosas”. Y el que ya dispone de un gigantesco libro (casi 700 páginas, recuerde) lleno de ellas.

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