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19/2/07

No Logo


No Logo se convirtió hace unos años en la biblia del movimiento antiglobalización. El trabajo de investigación de la periodista Naomi Klein puso al descubierto para el gran público la forma de actuar de las grandes multinacionales, los medios que utilizan para hacernos desear lo que no necesitamos y los mecanismos que perpetúan la explotación, a escala mundial, del hombre por el hombre. Aquí puedes ver un documental sobre el libro (visto en Microsiervos).




El libro de Klein es de obligada lectura. Y si alguien aún no lo ha visto, que nadie se pierda el extraordinario documental canadiense The Corporation, un análisis de las psicopatologías del c0mportamiento de las grandes multinacionales. Gracias a Microsiervos también puedes obtener información detallada acerca de No Logo, así como sobre The Corporation. Pero si quieres ir a las fuentes originales, prueba aquí para el libro de Klein y aquí para el documental canadiense. Corto y pego el prefacio de Esto no es una continuasción de "No Logo", el último libro de Naomi Klein, publicado por La Jornada bajo el título Vallas y ventanas:

"Esto no es una continuacion de "No Logo" (Paidós, Barcelona, 2001), el libro sobre el crecimiento del activismo contra las grandes corporaciones que escribí entre 1995 y 1999. Aquél era un proyecto de investigación regido por una tesis; Vallas y ventanas es una recopilación de mensajes desde las trincheras de una batalla que se desató aproximadamente en el mismo momento en que No Logo fue publicado. El libro estaba en la imprenta cuando los movimientos que describía, en gran medida subterráneos, penetraban en la conciencia general del mundo industrializado, sobre todo gracias a las protestas contra la Organización Mundial del Comercio que tuvieron lugar en Seattle en noviembre de 1999. De la noche a la mañana me vi inmersa en un debate internacional sobre la pregunta más acuciante de nuestro tiempo: ¿qué valores gobernarán la era global?

Lo que empezó como una gira de un par de semanas para promocionar el libro se convirtió en una aventura que abarcaría dos años y medio y 22 países. Me llevó a calles inundadas de gas lacrimógeno en Quebec y Praga, a asambleas vecinales en Buenos Aires, a acampadas con activistas antinucleares en el desierto del sur de Australia y a debates formales con jefes de Estado europeos. Los cuatro años de enclaustramiento para investigar que supuso escribir No Logo apenas me habían preparado para esto. A pesar de las informaciones mediáticas que me consideraban una de las “líderes” o “portavoces” de las protestas globales, lo cierto es que nunca antes había participado en la política y no me entusiasmaban las muchedumbres. La primera vez que tuve que pronunciar un discurso sobre la globalización, bajé la mirada hacia mis notas, empecé a leer y no alcé de nuevo la vista hasta transcurrida una hora y media.

Pero no era momento para timideces. Decenas y después centenares de miles de personas se estaban uniendo a nuevas manifestaciones cada mes. Muchas de ellas, como yo, nunca habían creído realmente en la posibilidad de un cambio político hasta ahora. Parecía como si los errores del modelo económico imperante fueran imposibles de ignorar, y esto sucedía antes de lo de Enron. Con objeto de satisfacer las demandas de los inversores multinacionales, los gobiernos de todo el mundo estaban desatendiendo las necesidades de las personas que los habían elegido. Algunas de estas necesidades no satisfechas eran básicas y urgentes—medicamentos, vivienda, tierras, agua—y en otros casos menos tangibles—espacios culturales no comerciales en los que comunicarse, reunirse y compartir, ya fuera en Internet, a través de emisoras públicas o en las calles—. Subyacía en todo ello la traición a la necesidad fundamental de contar con democracias responsables y participativas, no compradas y pagadas por Enron o el Fondo Monetario Internacional.

La crisis no respetó fronteras nacionales. Una economía global floreciente ocupada en buscar beneficios a corto plazo demostró ser incapaz por sí misma de responder a las crisis ecológicas y humanas, cada vez más urgentes; incapaz, por ejemplo, de sustituir los combustibles fósiles por fuentes de energía sostenibles; incapaz, a pesar de todas las promesas y los apretones de manos, de dedicar los recursos necesarios a detener la expansión del VIH en Africa; poco dispuesta a cumplir los acuerdos internacionales para reducir el hambre o incluso a solucionar los fallos en la seguridad de los alimentos básicos en Europa. Es difícil saber por qué el movimiento de protesta explotó en el momento en que lo hizo, porque la mayor parte de estos problemas sociales y ambientales han sido crónicos durante décadas, pero parte de la explicación se encuentra, sin lugar a dudas, en la propia globalización. Cuando las escuelas carecían de la financiación necesaria o el suministro de agua estaba contaminado, ello solía atribuirse a una mala gestión financiera o, abiertamente, a la corrupción de los miembros de los gobiernos nacionales. Hoy en día, sin embargo, y gracias al auge del intercambio de información más allá de las fronteras, estos problemas son identificados como efectos locales de una determinada ideología global, apoyada por los políticos nacionales pero concebida originalmente por un puñado de intereses de grandes empresas e instituciones internacionales entre las que se cuentan la Organización Mundial de Comercio, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial.

La ironía de la etiqueta “antiglobalización”, impuesta por los medios de comunicación, es que los miembros de este movimiento estamos convirtiendo la globalización en una realidad viva, quizás en un grado mucho mayor que el más “multinacional” de los ejecutivos de una corporación o el más incansable de los miembros de la jet-set. En encuentros como el Foro Social Mundial en Porto Alegre, en “contracumbres” durante las reuniones del Banco Mundial y en redes de comunicación como www.tao.ca o www.indymedia.org, la globalización no se limita a una serie de restringidas transacciones comerciales y turísticas. Se trata, al contrario, de un intrincado proceso en el que miles de personas unen sus destinos simplemente mediante la puesta en común de ideas y la narración de historias sobre cómo las teorías económicas abstractas afectan sus vidas cotidianas. Este movimiento no tiene líderes en el sentido tradicional: sólo gente decidida a aprender y a transmitir.

Como otras personas que se encontraron en esta telaraña global, yo llegué equipada tan sólo con una comprensión limitada de las economías neoliberales, especialmente en lo que atañe a la forma en que éstas afectan a los jóvenes que crecen excesivamente expuestos al mercado y con pocas posibilidades de empleo en Norteamérica y Europa. Pero como muchos otros, yo he sido globalizada por este movimiento: he realizado un curso rápido sobre las consecuencias que la obsesión por el mercado ha tenido para granjeros sin tierra en Brasil, profesores en Argentina, trabajadores de establecimientos de comida rápida en Italia, cafetaleros en México, habitantes de los barrios de chabolas en Sudáfrica, teleoperadores en Francia, inmigrantes recolectores de tomates en Florida, sindicalistas en Filipinas o niños sin techo en Toronto, la ciudad donde vivo.

Esta recopilación es una crónica de mi propio y dificultoso aprendizaje, una pequeña parte de un vasto proceso de información directa compartida que ha dado a mucha gente—personas que no tienen estudios en economía, que no son abogados de comercio internacional ni expertos en patentes—el valor para participar en el debate sobre el futuro de la economía global. Estas columnas, artículos y discursos, escritos para The Globe and Mail, The Guardian, Los Angeles Times y muchas otras publicaciones, fueron pergeñados con rapidez en habitaciones de hotel a altas horas de la noche después de protestas en Washington y México DF, en Independent Media Centres y a bordo de muchos, demasiados aviones. (Ya voy por mi segundo ordenador portátil después de que el hombre que viajaba delante de mí, en un asiento económico de un atestado avión de Air Canada, apretara el botón para reclinarse y yo oyera un terrible crujido). Contienen los argumentos y hechos más irrecusables que pude encontrar para esgrimir en los debates con economistas neoliberales, así como las experiencias más conmovedoras que viví en las calles con compañeros activistas. A veces son apresurados intentos de asimilar la información que había llegado a mi bandeja de entrada sólo unas pocas horas antes, o de hacer frente a una nueva campaña de desinformación que atacara la naturaleza y objetivos de las protestas. Algunos de los textos, particularmente los discursos, no han sido publicados anteriormente.

¿Por qué recopilar estos escritos desiguales en un libro? En parte porque unos meses después del inicio de la “guerra contra el terrorismo” de George W. Bush se ha impuesto la sensación de que algo ha terminado. Algunos políticos (especialmente los que vieron cómo sus políticas eran puestas bajo la lupa de los manifestantes) se apresuraron a declarar que lo que había terminado era el propio movimiento: proclamaban que las preocupaciones en torno a los errores de la globalización son frívolas e incluso alimentan “al enemigo”. En realidad, la escalada de la fuerza militar y la represión de los últimos años han provocado las más amplias protestas en las calles de Roma, Londres, Barcelona y Buenos Aires. También han inspirado a numerosos activistas, que anteriormente se limitaban a mostrar un disentimiento simbólico en el exterior de las cumbres, a emprender acciones directas para reducir la violencia. Entre estas acciones se encuentra incluso la de servir de “escudos humanos” durante el encierro en La Iglesia de la Natividad de Belén, así como el intento de detener las deportaciones ilegales de refugiados en los centros de detención europeos y australianos. Pero cuando el movimiento entró en este delicado nuevo estadio, me di cuenta de que había sido testigo de algo extraordinario: el preciso y emocionante momento en que los parias del mundo real irrumpieron en el club exclusivo de expertos donde se decide nuestro destino colectivo. De modo que éste es el relato no de una conclusión, sino de ese inicio trascendental, un periodo inaugurado en Norteamérica por la gozosa explosión en las calles de Seattle y catapultado hacia un nuevo capítulo por la inimaginable destrucción del 11 de septiembre.

Otra cosa me convenció para reunir estos artículos. Hace unos meses, mientras buscaba entre los recortes de mis columnas una estadística perdida, advertí un par de temas e imágenes recurrentes. La primera era la valla. La imagen aparecía una y otra vez: barreras separando a la gente de lo que antes habían sido recursos públicos, apartándola de la tierra y el agua, restringiendo su capacidad para cruzar fronteras, para expresar disentimiento político, para manifestarse en las calles, incluso para evitar que los políticos aprobasen políticas que tuvieran un sentido para las personas que los habían elegido.

Algunas de estas vallas son difíciles de ver, pero no por ello dejan de existir. Una valla virtual rodea las escuelas de Zambia, donde se ha introducido una “tasa para usuarios” de la educación, siguiendo el consejo del Banco Mundial, que ha puesto las aulas fuera del alcance de millones de personas. Una valla rodea las granjas familiares de Canadá, donde las políticas del gobierno han convertido la agricultura a pequeña escala en un artículo de lujo, inasequible en un paisaje de mercancías con los precios por los suelos y granjas fabriles. Hay una valla real, si bien invisible, que rodea el agua potable de Soweto, donde los precios se han disparado debido a la privatización, y los residentes se ven obligados a recurrir a las fuentes contaminadas. Y hay una valla que rodea la misma idea de democracia cuando se le dice a Argentina que no recibirá un crédito del Fondo Monetario Internacional a menos que reduzca todavía más el gasto social, privatice más recursos y elimine la ayuda a las industrias locales, todo ello en medio de una crisis económica agudizada por estas mismas políticas. Estas vallas son, por supuesto, tan viejas como el colonialismo. “Estas operaciones de usura ponen rejas alrededor de las naciones libres”, escribió Eduardo Galeano en Las venas abiertas de América Latina. Se refería a los términos de un crédito británico concedido a Argentina en 1824.

Las vallas, la única forma de proteger la propiedad de posibles bandidos, siempre han formado parte del capitalismo, pero los dobles raseros que apuntalan estas vallas son, desde hace un tiempo, cada vez más descarados. Expropiar holdings puede ser el mayor pecado que cualquier gobierno socialista pueda cometer a los ojos de los mercados financieros internacionales (pregúntenselo a Hugo Chávez en Venezuela o a Fidel Castro en Cuba). Pero la protección de los activos garantizada a las compañías por los acuerdos de libre comercio no es extensible a los ciudadanos de Argentina que depositaron sus ahorros de toda la vida en cuentas del Citibank, el Scotiabank y el HSBC, y ahora ven cómo la mayor parte de su dinero ha desaparecido sin más. Tampoco la inclinación del mercado por la riqueza privada dispensa un mejor trato a los empleados de Enron en Estados Unidos, quienes se encontraron con el “cierre” de los portafolios de sus jubilaciones privatizadas, por más que los ejecutivos de Enron se estuviesen embolsando beneficios a un ritmo vertiginoso.

Mientras tanto, ciertas vallas realmente necesarias están siendo atacadas: con la acometida de la privatización, las barreras que antaño existieron entre muchos espacios públicos y privados—impidiendo que hubiera anuncios en las escuelas, por ejemplo; que hubiera intereses de lucro en la salud pública, o que los noticiarios actuaran como meros vehículos de las otras empresas de sus propietarios—han sido derribadas. Todo espacio público protegido ha sido abierto sólo para que el mercado vuelva a cerrarlo.

Otra barrera de interés público que está seriamente amenazada es la que separa los cultivos manipulados genéticamente de los cultivos no alterados. Los gigantes de las semillas no han hecho absolutamente nada para evitar que sus adulteradas semillas volaran hacia los campos vecinos, arraigando y cruzándose, de modo que en muchos países comer alimentos no manipulados genéticamente no es ni siquiera una opción: toda la provisión de alimentos ha sido contaminada. Las vallas que protegen los intereses públicos parecen estar desapareciendo muy rápidamente, mientras que las que restringen nuestras libertades se multiplican.

Cuando advertí que la imagen de la valla seguía apareciendo en discusiones, debates y en mis propios textos, ello me pareció significativo. A fin de cuentas, la pasada década de integración económica ha sido estimulada por la promesa de una caída de barreras, de una creciente movilidad y de una mayor libertad. Pero 13 años después de la celebrada caída del Muro de Berlín seguimos rodeados de vallas, incomunicados; entre nosotros, con la tierra y con nuestra propia capacidad para imaginar que el cambio es posible. El proceso económico que se desarrolla bajo el benigno eufemismo de “globalización” afecta ahora a todos los aspectos de la vida, transformando todas las actividades y recursos naturales en una mercancía restringida y en manos de alguien. Como señala el investigador laboral afincado en Hong Kong Gerard Greenfield, el estado actual del capitalismo no se limita al comercio en el sentido tradicional de vender más productos más allá de las fronteras. También implica alimentar la insaciable necesidad del mercado de crecer mediante la redefinición como “productos” de sectores enteros que anteriormente eran considerados “bienes comunes” que no estaban en venta. La invasión de lo público por lo privado ha llegado a ámbitos como la salud y la educación, por supuesto, pero también a las ideas, los genes, las semillas –hoy compradas, patentadas y valladas–, así como a los remedios tradicionales aborígenes, las plantas e incluso las células humanas. Con el hoy en día la mayor exportación de Estados Unidos (más que los productos manufacturados o las armas), la ley de comercio internacional no sólo debe ser comprendida como un elemento que socava barreras al comercio, sino más concretamente como un proceso que erige de forma sistemática nuevas barreras: alrededor de los conocimientos, de la tecnología y de los recursos recientemente privatizados. Estos Derechos de la Propiedad Intelectual Relacionados con el Comercio impiden que los granjeros replanten sus semillas Monsanto patentadas y convierten en ilegal la fabricación por parte de los países pobres de medicamentos genéricos más baratos para abastecer a poblaciones necesitadas.

La globalización está hoy siendo juzgada porque al otro lado de estas vallas virtuales hay personas reales expulsadas de las escuelas, los hospitales, los lugares de trabajo, sus propias granjas, casas y comunidades. La privatización y la desregulación a gran escala han creado ejércitos de personas expulsadas, cuyos servicios ya no son requeridos, cuyos estilos de vida son despreciados por “atrasados”, cuyas necesidades básicas no son satisfechas. Estas vallas de la exclusión social pueden desechar una industria entera, y pueden también desahuciar a todo un país, como ha sucedido con Argentina. En el caso de Africa, todo un continente se ve exiliado a la sombra del mundo global, fuera del mapa y de las noticias, apareciendo sólo en tiempos de guerra, cuando sus ciudadanos son vistos con recelo como miembros potenciales de una milicia, aspirantes a terroristas o fanáticos antiamericanos.

De hecho, poquísimas de las personas expulsadas al otro lado de la valla por la globalización recurren a la violencia. Hacen algo más simple: se mueven, del campo a la ciudad, de un país a otro. Y es entonces cuando deben enfrentarse con vallas que, en este caso, no tienen nada de virtual: las vallas hechas de eslabones y alambre de espino, reforzadas con hormigón y protegidas con metralletas. Cada vez que oigo la expresión “libre comercio” no puedo evitar recordar las fábricas carcelarias que visité en Filipinas e Indonesia, rodeadas de portalones, atalayas y soldados para acaparar productos con subvenciones muy altas e impedir el acceso a los sindicalistas. Pienso, también, en un viaje reciente al desierto del sur de Australia, donde visité el infame centro de detención de Woomera. A unos 500 kilómetros de la ciudad más cercana, Woomera es una antigua base militar que ha sido convertida en una cárcel para refugiados privatizada y poseída por una empresa subsidiaria de la firma norteamericana de seguridad Wackenhut. En Woomera, cientos de refugiados afganos e iraquíes, que han huido de la opresión y la dictadura de sus países, desean con tanta desesperación que el mundo vea lo que hay al otro lado de la valla, que realizan huelgas de hambre, saltan desde el tejado de sus barracones, beben champú y se cosen la boca.

En estos días, los periódicos están llenos de horribles narraciones de buscadores de asilo que tratan de cruzar las fronteras nacionales escondiéndose entre productos que gozan de una movilidad mucho mayor que ellos. En diciembre de 2001, los cuerpos de ocho refugiados rumanos, entre los que había niños, fueron descubiertos en un contenedor cargado de muebles de oficina: se habían asfixiado durante el largo viaje marítimo: El mismo año, los cadáveres de otros dos refugiados fueron descubiertos en Eau Claire, Wisconsin, en un cargamento de muebles de baño. El año anterior, 24 refugiados chinos de la provincia de Fujian murieron por asfixia en la parte trasera de un camión de reparto en Denver, Inglaterra.

Todas estas vallas están conectadas: las reales, hechas de acero y alambre de espino, son necesarias para reforzar las virtuales, las que ponen los recursos y la riqueza fuera del alcance de muchos. Pero sucede que es imposible esconder una parte tan grande de nuestra riqueza colectiva sin la ayuda de una estrategia que controle el malestar y la movilidad populares. Las empresas de seguridad hacen su agosto en las ciudades en las que es mayor la brecha entre ricos y pobres –Johannesburgo, Sao Paulo, Nueva Delhi– vendiendo puertas de hierro, coches blindados, complejos sistemas de alarma y alquilando ejércitos de guardas privados. Los brasileños, por ejemplo, se gastan 4 mil 500 millones de dólares al año en seguridad privada, y los 400 mil policías de alquiler armados del país superan en número a los agentes de policía en una proporción de casi cuatro a uno. En la profundamente dividida Sudáfrica, el gasto anual en seguridad privada ha alcanzado los mil 600 millones de dólares, más de tres veces lo que el gobierno se gasta cada año en viviendas de bajo precio. Hoy por hoy parece que estas elaboradas fortificaciones que protegen a los que tienen de los que no tienen son microcosmos de lo que se está convirtiendo rápidamente en la seguridad del Estado global: no se trata de la aldea global con cada vez menos muros y barreras, tal y como nos prometieron, sino de una red de fortalezas conectadas por corredores comerciales fuertemente militarizados.

Si este retrato parece desmesurado, sólo puede ser debido a que la mayoría de nosotros, los occidentales, casi nunca vemos las vallas y la artillería. Las fábricas fortificadas y los centros de detención de refugiados permanecen aislados en lugares remotos, donde el peligro de representar un reto para la seductora retórica de un mundo sin fronteras es menor. Pero durante los últimos años, algunas vallas han aparecido ante nuestros ojos, con frecuencia, y coherentemente, durante las cumbres en las que se desarrolla este virtual modelo de globalización. Hoy en día se da por hecho que si los líderes mundiales quieren reunirse para discutir un nuevo acuerdo comercial, deberán construir una fortaleza de última generación para protegerse de la ira del pueblo, compuesta por tanques blindados, gas lacrimógeno, cañones de agua y perros de presa. Cuando Quebec albergó la Cumbre de las Américas en abril de 2001, el gobierno canadiense tomó la decisión sin precedentes de construir una jaula alrededor no sólo del centro de conferencias, sino también del centro de la ciudad, obligando a los residentes a mostrar su documentación oficial para llegar a sus casas y lugares de trabajo. Otra estrategia habitual es celebrar las cumbres en lugares inaccesibles: la reunión de 2002 del G8 fue mantenida en mitad de las Montañas Rocosas canadienses, y la reunión de 2001 de la OMC tuvo lugar en el represivo Estado de Qatar, país en el que el emir prohíbe las protestas políticas. La “guerra contra el terrorismo” se ha convertido en otra valla tras la que esconderse, y es utilizada por los organizadores de las cumbres para explicar por qué las muestras públicas de disidencia no son ya posibles hoy en día o, todavía peor, para trazar amenazantes comparaciones entre los manifestantes legítimos y los terroristas empeñados en la destrucción. Pero lo que se presenta como amenazantes enfrentamientos resulta ser con frecuencia acontecimientos alegres, experimentos de formas alternativas de organizar sociedades y críticas del modelo existente. Recuerdo que la primera vez que participé en una de estas contracumbres tuve la inconfundible sensación de que se estaba abriendo una puerta política: una salida, una ventana, una “rendija en la historia”, para utilizar la bella expresión del subcomandante Marcos. Esta abertura tenía poco que ver con la luna rota del McDonald’s local, la imagen preferida de las cámaras de televisión. Se trataba de algo distinto: una sensación de posibilidad, una bocanada de aire fresco, una ola de oxígeno entrando en el cerebro. Estas protestas—que son realmente maratones de una semana de intensa educación sobre la política global, sesiones de estrategia de madrugada traducidas simultáneamente a seis idiomas, festivales de música y teatro callejero—son como adentrarse en un universo paralelo. De la noche a la mañana, el lugar es transformado en una suerte de ciudad alternativa en la que la urgencia sustituye a la resignación, los logotipos empresariales necesitan guardias armados, la gente ocupa automóviles que no son suyos, el arte está en todas partes, los extraños se dirigen la palabra, y la perspectiva de un cambio radical en el desarrollo político no parece una idea extravagante y anacrónica, sino el pensamiento más lógico del mundo.

Incluso las medidas de seguridad más rotundas han sido convertidas por los activistas en parte del mensaje: las vallas que rodean las cumbres se han transformado en metáforas de un modelo económico que exilia a miles de millones de personas a la pobreza y la exclusión. Los enfrentamientos se producen ante la valla, pero no sólo aquellos que implican palos y ladrillos: las granadas de gas lacrimógeno han sido rechazadas con palos de hockey, los cañones de agua han sido retados del modo más irreverente con pistolas de agua de juguete y los zumbantes helicópteros han sido burlados con escuadrones de aviones de papel. Durante la Cumbre de las Américas de Quebec, un grupo de activistas construyó una catapulta de madera al estilo medieval; la arrastraron hasta la valla de tres metros que rodeaba el centro de la ciudad y catapultaron ositos de peluche por encima. En Praga, durante una reunión del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, el grupo italiano de acción directa Tute Bianche decidió enfrentarse a los policías antidisturbios vestidos de negro no con amenazadores pasamontañas de esquí, sino con monos blancos rellenos de goma de neumático y acolchados con poliestireno. En un enfrentamiento entre Darth Vader y un ejército de Hombres Michelín, la policía no podía ganar. Mientras tanto, en otra parte de la ciudad, la escarpada ladera que llevaba al centro de conferencias era escalada por una banda de “hadas rosas” con cómicas pelucas, vestidos en colores plata y rosa y zapatos de plataforma. Estos activistas son muy serios en lo que respecta a su deseo de acabar con el orden económico actual, pero sus tácticas reflejan un tenaz rechazo a implicarse en las luchas clásicas por el poder: su objetivo, que empecé a explorar en los últimos textos de este libro, no es hacerse con el poder, sino combatir el principio de centralización del mismo.

También se están abriendo nuevos tipos de ventanas, conspiraciones pacíficas que reclaman los bienes y los espacios privatizados para el uso público. Quizá sean estudiantes arrancando los anuncios de sus clases, intercambiando música en Internet o creando centros de medios independientes con software gratuito. Quizá sean campesinos tailandeses plantando verduras orgánicas en campos de golf más regados de lo necesario, o granjeros sin tierra de Brasil cortando las vallas que rodean los campos sin utilizar y convirtiéndolos en granjas cooperativas. Quizá sean trabajadores bolivianos dando marcha atrás al proceso de privatización del suministro del agua, o ciudadanos de Sudáfrica reconectando la electricidad de los vecinos bajo el eslogan “Power to the people” [Nota de la redacción: Poder, en inglés tiene los dos significados: “energía” —eléctrica—y “poder”]. Y una vez reclamados, estos espacios son también reconstruidos. En asambleas vecinales, en consejos municipales, en centros de medios independientes, en bosques y granjas gestionadas por la comunidad está emergiendo una nueva cultura de vibrante democracia directa, alimentada y fortalecida por la participación directa, no desalentada ni desanimada por la pasiva condición de espectadores.

A pesar de todos los intentos de privatización, parece claro que hay ciertas cosas que no quieren tener propietario. La música, el agua, las semillas, las ideas siguen derribando los muros que se construyen a su alrededor. Muestran una resistencia natural al encierro, una tendencia a escapar, a mezclarse, a saltar por encima de las vallas y salir volando por las ventanas abiertas.

Mientras escribo esto, no se sabe con certeza qué saldrá de estos espacios liberados, o si lo que saldrá será suficientemente sólido para soportar los crecientes embates de la policía y el ejército a medida que se difumina deliberadamente la línea entre terrorista y activista. El interrogante acerca de lo que sucederá me preocupa, así como a todo aquel que haya participado en la construcción de este movimiento internacional. Pero este libro no pretende responder a esta interrogante. Simplemente ofrece una visión de los primeros pasos de un movimiento que se originó en Seattle y se ha transformado a raíz de los acontecimientos del 11 de septiembre y sus consecuencias. He decidido no rescribir estos artículos más allá de unos mínimos cambios, normalmente indicados entre corchetes, relativos a una referencia explicada a un argumento ampliado. Son presentados aquí (en un orden más o menos cronológico) tal y como son: postales instantáneas de momentos dramáticos, un documento del primer capítulo de una muy vieja y recurrente historia: la de la gente empujando las barreras que tratan de contenerlas, abriendo ventanas, respirando hondo, probando la libertad.".

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